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Al filo de la muleta

El sol de mediodía caía con rabia sobre la plaza, donde los gritos y las pancartas parecían incendiar el aire. Él llevaba una camiseta ajustada con la silueta de un toro negro en el pecho, los brazos cruzados y los ojos duros, como si esperara una embestida. Ella, con su pañuelo verde al cuello y los labios teñidos de rojo furioso, avanzaba entre el gentío con una convicción que cortaba el viento.

Se vieron al borde de la escalinata del coso taurino. Ella alzó la voz en un cántico, él respondió con una réplica desdeñosa. No sabrían decir si fue el roce de las palabras o el fuego de las miradas, pero algo los quebró. Una tensión viva, erótica, brutal.

Horas más tarde, entre los muros húmedos de un viejo portalón cerrado al público, las ideologías se diluían bajo el roce de las pieles. Él la empujó con la precisión de quien conoce el arte del envite, y ella lo recibió con la furia de quien ha luchado toda la vida contra la sumisión.

—No creas que me domas —le susurró, mordiéndole el cuello.

—Ni tú que puedes torearme —respondió él, enterrando el rostro entre sus pechos.

Los cuerpos hablaban en un idioma más antiguo que cualquier causa. Sus manos se buscaban como los cuernos al capote, como la rabia al instinto. Ella se arqueaba con cada embestida, con el grito contenido entre los dientes, mientras él se aferraba a sus caderas como si fueran la única verdad en un ruedo de mentiras.

Allí, sobre el frío suelo de piedra, ella le hizo sangrar con las uñas, y él la hizo temblar con la lengua. Se revolcaron como bestias sagradas, sin dios ni dueño, con la pasión de los que saben que lo imposible también excita.

Cuando acabaron, ella le escupió una risa cargada de deseo y rabia.

—No voy a cambiar de idea.

—Yo tampoco —dijo él—, pero mañana a la misma hora, en el mismo sitio.

Ella asintió, dándose media vuelta con la falda aún torcida y el orgullo intacto.

El deseo, pensó él, es la única plaza donde todos acabamos desarmados.

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