Ego, creencias y certezas.

Por Anibal Salazar

Por Alfonso Díaz de la Cruz

Es la naturaleza humana. Asumimos que nuestras creencias, actitudes y conclusiones son las correctas y, por ende, quien no comparta esas creencias y actitudes, o no llegue a las mismas conclusiones, está mal. Tendemos a ser radicales y no hay cabida para un craso error. Si éste llega a ocurrir, sólo ocurre cuando desde nuestra visión de las cosas se considera como tal. Basta ver las discusiones y desencuentros que podamos tener con familiares, amigos, parejas, colegas… en fin, con algún otro. Tendemos a asumir que el otro es quien ha cometido el error; pues nuestra visión de las cosas nos presenta la «clara evidencia» de que así es. Si el otro no lo quiere ver, es porque prefiere no hacerlo. Si para nosotros es obvio y evidente, es porque así debe de ser y el otro debería de verlo también.


Es parte del ego; no entendido como una cuestión amonestadora ni moralista, sino desde la más psicológica acepción del término, como una construcción llevada a cabo desde la conciencia de uno mismo en relación con las experiencias personales, la educación recibida (entendiendo a la educación como los aprendizajes inculcados socialmente), y la interrelación entre ambas.
Nuestras vivencias nos llevan a generar nuestra visión muy particular de las cosas y, con ello, a generar nuestras propias conclusiones. Con el tiempo y por la vida nos vamos encontrando con personas que han llegado, más o menos, a las mismas conclusiones que nosotros y, por tanto, reforzamos dichas conclusiones. Entre más aumenta el número de personas, más nos adherimos a ellas y a nuestras creencias, y más chocamos con quienes no piensan o se comportan así.
Y entonces comenzamos a defender las posturas propias, a cuestionar las contrarias y, en casos extremos, a atacarlas. Pocas veces abordamos el cuestionamiento de las propias, y con aún menos frecuencia a hacerlo desde la objetividad; si pretendemos hacerlo buscamos manipular la información para que se ajuste a la creencia personal. A fin de cuentas, las creencias y actitudes derivadas de éstas forman parte de la personalidad y el ego buscará, de manera natural (e inconscientemente la gran mayoría de las ocasiones), defender dicha personalidad que, no debemos olvidar, se ha construido y forjado a lo largo de los años, en gran medida de manera inconsciente, sin que uno tenga ni voz ni voto, aunque pretenda decirse que sí.
Sólo cuando la experiencia personal nos lleva a cambiar de opinión, asumimos la veracidad de la postura otrora contraria. A fin de cuentas, el ego ha dado luz verde para hacerlo.
Y aquí se abre la duda, la pregunta, la disyuntiva. Si todos, desde la individualidad, funcionamos así, el vecino, tú y yo; los que piensan como uno y los que no, ¿cómo poder validar la conclusión sin encerrarnos en el ego?, ¿cómo evitar caer en el otro extremo, de asumir que estamos errados?, ¿cómo, entonces, poder acercarnos a la tan romantizada «empatía» y favorecer el entendimiento?
La pregunta queda abierta.