De Ociosidad, Arte y otros vícios “La mujer del pelo rojo de Orhan Pamuk”
“Igual que a un hijo sin padre, nadie abraza a un padre sin hijo”
Ferdousí, Shahnameh
Era mi cumpleaños número 36, un cumpleaños por demás difícil en el que atravesaba una separación, estaba en convalecencia con un pie roto y al no poder cuidar de mi hija, estaba lejos de ella; en un afán de animarme, hasta mi cama llegaron los festejos y por supuesto, los regalos; entre ellos llegó “La Mujer del Pelo Rojo” de Orhan Pamuk, autor turco Nobel de Literatura en 2006, desconocido para mí hasta ese momento.
La historia relatada por Pamuk es la de un maestro pocero contratado para encontrar agua en una llanura estéril y para el efecto, contrata a un joven con el que desarrolla un vínculo paterno filial; a través de la narración se enfrentan las culturas de occidente y de oriente mediante la exploración de mitos fundacionales como el de Edipo, el del Rey Sófocles, la Epopeya del Shahnameb o hasta el Libro de los Reyes.
El valor y aporte de la obra en cuestión radica en que nos demuestra que en la historia de la humanidad, sin importar el tiempo, la religión o la idiosincrasia; el papel del páter familias es pilar básico en la formación de los seres humanos y por ende, de la construcción social; tan es así, que es el propio Pamuk que compara la figura paterna con el Estado mismo.
En mi caso, Don Clider, es el padre que con mucha paciencia, ejemplo y harto amor, me ha enseñado (o al menos trato de aprenderle) el valor de la fe en Dios y que gracias a ella, él amanece todos los días para consagrar los frutos de su fe y trabajo a su familia; siempre con buen talante y hasta con humor, está al pendiente de las necesidades de su esposa, de su nieta y de su hija.
He sido testigo de que su fe en Dios lo ha llevado a superar los dolores propios de la existencia, como la pérdida de su padre o de su hermano. Su fe es sin duda, su mayor fortaleza y lo ha forjado como un hombre íntegro, trabajador, sin vicios y en plenitud.
Don Clider me ha enseñado que si bien es cierto el trabajo es indispensable para vivir con honestidad y dignidad, tampoco lo es todo, que siempre debe existir un equilibrio y dedicar tiempo al cuidado de la salud, al esparcimiento, al descanso y a la familia; y en ese tenor, mi papá es el hombre que es capaz de suspender sus actividades laborales para llevar a Frida (su nieta) a sus terapias; que es capaz de posponer lo importante, para atender una urgencia médica de su esposa y que también se da el espacio para llegar todos los mediodías a cualquier cafetería de la ciudad por un buen café acompañado por un pastel y desde ahí llamarme para ver cómo estoy.
Aún me falta mucho por aprender de mi papá, pero estoy segura que si logro aprender la mitad de la temperancia con la que lleva su vida, llegaré a su edad (76 años) sana, plena, activa y alegre como él.
Sin duda esta columna va dedicada a mi padre, pero también a todos aquellos que día a día construyen con su ejemplo hombres y mujeres de bien, que a la postre, construyen mejores sociedades.