Mi papá y Nirvana: una forma de gritar sin romperse
Crecí escuchando a Nirvana a través de las bocinas viejas del coche de mi papá. No importaba si íbamos al súper, a la escuela o a ninguna parte: Smells Like Teen Spirit era como una consigna, una explosión que siempre volvía. Con los años entendí que no era solo música lo que escuchábamos; era una parte de él que necesitaba salir.
Mi papá era fan de Nirvana porque lo entendía. Porque en medio del ruido —ese grunge sucio, imperfecto y brutalmente honesto— encontraba un reflejo de lo que muchas veces no podía decir en voz alta. Él, como muchos jóvenes de los noventa, venía de una época en la que hablar de emociones, de tristeza, de vacío existencial, no era fácil. Pero ahí estaba Kurt Cobain, con su voz quebrada y sus letras oscuras, diciéndolo todo sin filtros.
Lo admiraba no por ser un ídolo perfecto, sino por todo lo contrario: por su fragilidad, por su rabia, por ser alguien que, como él, cargaba preguntas sin respuestas claras. Nirvana no era solo una banda; era una forma de escape, de catarsis. Era la posibilidad de gritar sin romperse por dentro.
También era un símbolo generacional. Nirvana fue la banda que dijo “ya basta” al glamour plástico del rock de los ochenta. Que puso en primer plano la autenticidad, aunque doliera. Y mi papá, con su espíritu rebelde y su sensibilidad oculta, lo abrazó sin dudar.
Hoy, cuando escucho esas canciones, ya no solo pienso en una banda icónica. Pienso en mi papá cantando con los ojos cerrados, dándole golpes suaves al volante, dejando que una parte de él se liberara. Entiendo que no era solo fan de Nirvana: era fan de sentirse menos solo.
Y en eso, creo, muchos nos parecemos.