Fulgor entre los árboles

Por Bere del Río

El Parque Hidalgo olía a tierra húmeda y hojas viejas. Entre los senderos, padres caminaban con calma, niños reían, y las capibaras descansaban sin saber que eran el centro de atención. José no iba por ellas. Ni siquiera sabía por qué había aceptado salir ese domingo. Hasta que la vio.

Julia estaba recargada contra una baranda de madera, con el cabello suelto y unos lentes oscuros que apenas disimulaban la intensidad de su mirada. Vestía ligero, como si supiera que el calor no venía solo del sol. José la notó de inmediato. Ella también lo notó a él.

Se reconocieron sin conocerse. Fue una chispa muda, un cruce de ojos que se sostuvo un segundo más de lo necesario. No hizo falta hablar mucho. Bastaron unas frases sobre los animales, una risa compartida, y luego ese silencio cargado en el que todo estaba dicho.

Mientras sus hijos jugaban a lo lejos, Julia dijo en voz baja:
—Hay baños por allá, detrás de los árboles grandes…

José la siguió como en trance. El pasillo de los sanitarios estaba vacío, con un eco sordo que amplificaba cada paso. Ella entró primero y dejó la puerta entreabierta. Él la empujó suavemente para cerrarla, y la besó con una ansiedad que parecía haber estado contenida por años.

Las manos de Julia eran fuego, urgentes, exigentes. Le desabrochó el pantalón mientras él recorría su cuello, su espalda, buscando cada rincón de su piel como si le faltara tiempo. La apoyó contra la pared fría, y ella gimió bajo, como si el contraste la hiciera explotar por dentro.

Se entregaron sin pausas, sin culpa. Julia lo arañaba con una mezcla de placer y rabia. José la sujetaba con fuerza, con necesidad. El ruido del exterior desapareció. En ese baño viejo, sucio y ajeno, el mundo era solo el ritmo de sus cuerpos, la respiración entrecortada, el pulso acelerado.

Al terminar, no se dijeron nada. Julia se acomodó el vestido, lo miró con una media sonrisa, y salió sin mirar atrás.

José tardó unos segundos en salir. El parque seguía igual: niños jugando, hojas cayendo, capibaras durmiendo. Pero en él algo ardía todavía. Algo que no podría apagar tan fácil.