Bajo la red
Clara había llegado al pádel como una vía de escape. Su marido, cada vez más distante, parecía haberse olvidado de que ella existía. Las noches en casa eran silenciosas. Él se acostaba temprano, agotado, siempre con una excusa. Ya no había caricias, ni conversaciones largas, ni miradas que la hicieran sentir deseada.
Por eso, cuando conoció a Diego en el club deportivo, algo se encendió. Él no solo era buen jugador: la miraba con atención, con una mezcla de respeto y hambre. La hacía reír. Le elogiaba su saque, pero también su sonrisa. La veía… como hacía mucho nadie lo hacía.
Esa tarde, después de un partido intenso, Clara sentía el corazón acelerado por algo más que el ejercicio. La camiseta mojada se le pegaba al cuerpo, y Diego la miraba como si quisiera arrancársela con los dientes.
—Buen partido —dijo él, acercándose—. Aunque creo que aún nos queda energía para jugar… otro tipo de juego.
Ella sonrió. Dudó. Pensó en su anillo. Pero también pensó en todas las veces que se durmió abrazando el vacío.
—Vamos al vestidor —susurró, casi como una confesión.
Una vez dentro, Clara sintió cómo su cuerpo tomaba el control. Lo empujó suavemente contra la pared, y lo besó. Fue un beso profundo, lento, con años de frustración detrás. Diego respondió con manos que recorrían su espalda, su cintura, sus caderas. La levantó con facilidad, sentándola sobre el banco, mientras ella jadeaba contra su cuello.
—Hace mucho… que no me siento así —susurró ella, con los ojos cerrados.
—Entonces deja que te recuerde cómo se siente ser deseada —respondió Diego, bajándole lentamente el short deportivo, besando cada centímetro de piel descubierta.
Los movimientos fueron urgentes, pero también cuidados. Clara se aferró a su cuello, dejándose llevar, olvidando por un momento el deber, el matrimonio, las culpas. Solo existía ese instante, el calor, el olor a piel, el sonido ahogado de su placer rebotando en las paredes del vestidor.
Cuando todo terminó, se quedaron unos minutos en silencio, respirando juntos. Clara lo miró, aún sentada en su regazo.
—No sé qué acabo de hacer —dijo, con una sonrisa temblorosa.
—Algo que necesitabas —respondió él, acariciándole el rostro—. Algo real.
Clara se vistió en silencio, pero con una nueva energía. Tal vez el matrimonio seguía ahí, pero ella… ella estaba viva otra vez.